MI PADRE
Era normal, en la época de mi infancia, que los amigos de nuestros padres nos sometieran, con cansina insistencia, a continuas pruebas para comprobar nuestro grado de preparación, nuestra eficacia en la escuela y la sagacidad de nuestros pocos años. Era como una especie de ceremonia repetida, el recurrente tema de diálogo al que se agarraban para comunicarse con nosotros y, a veces, exhibir su propia pretendida sagacidad. Yo prefería, por eso, que me ignoraran por completo, sentirme incluso menospreciada e indigna de su atención, antes que entrar en estas situaciones que solían trastornarme por completo, me alteraban los nervios y me precipitaban a un abismo de inseguridad y temor. Siempre con el convencimiento de no ser capaz de dar la talla.
En una ocasión, había ido yo al economato en donde trabajaba mi padre. No estaba lejos de casa y me gustaba visitarlo y colarme con él detrás del mostrador, lugar vetado al resto de la gente. Cuando llegué, mi padre dialogaba con varios compañeros y, al aparecer yo, cortaron el diálogo.