Datos personales
- Mari Carmen
- Granada, Spain
- Nací en Cazorla (Jaén), el rincón más entrañable del mundo para mí, allí pasé mi infancia y primera adolescencia. Después en Madrid 16 años, ciudad generosa que acoge a todo el mundo, pero demasiado grande para mi alma rural. Por último en Granada ya más de 20 años, fue el paraíso encontrado después de salir del centro de Madrid. Licenciada en Historia Antigua, la enseñanza ha sido mi principal ocupación.
lunes, 15 de diciembre de 2014
lunes, 10 de noviembre de 2014
El estallido trágico de la vida
Serían las tres de la madrugada cuando me desperté. Es como
si ya mi cuerpo se hubiera repuesto completamente del cansancio de la jornada y
estuviera totalmente despierto y dispuesto a empezar con el trabajo de nuevo. O
quizá es la inquietud de estar viva la que no me permite descansar esta noche,
plácidamente, durante las siete u ocho horas que serían deseables. Deseables
para que la vida se siga desarrollando en mí, como lo hace en las multitudes de
formas de las que se vale para continuar existiendo y prolongar su trágico
estallido. En el universo que conocemos, todos los elementos se deslizan, se
atraen, se repelen, las partículas en continuo ajetreo. La materia se
transforma y fluye hacia su destino, insensiblemente, cumpliendo inerte su
misión. No hay ningún tipo de dolor. Y continuará así durante siglos estelares
y edades ciegas. En temperaturas extremas y velocidades de vértigo, insensible,
en calma, en paz. Hasta que ocurra la probabilidad, remota pero posible, de que
tropiece con la Vida, de que sea engullida por ella al entrar en unas
condiciones concretas e inverosímiles. La Vida acecha escondida en cualquier
rincón del universo, todos hostiles para ella, hasta que se den un cúmulo de
condiciones, las necesarias que le permitan desarrollarse, aunque sea a duras
penas (lo aprovecha todo y tiene una enorme capacidad para existir en las
condiciones más adversas) o en plenitud. Pobre materia la que caiga en su
ámbito. Pasará de un estado de plenitud y sosiego, de inercia, de calma, a un
laberinto de dolor en múltiples e incontables facetas. A un campo de batalla
constante de supervivencia. Porque la vida, para perpetuarse, imprime en la
materia el instinto de querer seguir viviendo aunque ello le cause dolor. El
furor de la vida empuja a las plantas, a pesar de su aparente blandura, a
derribar muros, a amarrarse a otras más fuertes, a desarrollar raíces en su
entorno, para evitar su caída y muerte. Imprime a los animales, vertebrados e
invertebrados, unos instintos implícitos e inconscientes para seguir viviendo.
Hace que todos los seres vivos se modifiquen para adaptarse a los medios geográficos o climáticos. Y, en el paroxismo
de su furor vital, se inmola ella misma introduciéndose en unos seres cuyo fin
es ser devorados por otros para servirles de alimento. Como el universo, en su
infinita extensión, le resulta adverso y sólo encuentra algún resquicio a duras
penas donde poderse desarrollar, allí se agarra con fiereza e impulso imparable
y se vale de todo. Usa la belleza, la atracción mutua entre miembros de una
especie para multiplicarse y expandirse, aromas para su fecundación, formas,
placeres… Inventa sentimientos, ajenos por completo al resto del universo,
sublimes, profundos, capaces de trastocar la esencia de los seres en que vive.
Esta estratagema la emplea especialmente en los “seres superiores”, aquellos a
los que ha dotado de una inteligencia más elevada y que, lejos de ser los más
privilegiados, son los que con más intensidad experimentan el dolor de estar
vivos. Porque los ha dotado de una capacidad de conocimiento muy superior a la
revelación que está dispuesta a otorgarles, porque les ha incubado una sed de
plenitud y eternidad que es incapaz de saciar. Nos urge de inquietudes y anhelos, cuando sabe
muy bien que sólo nos necesita un breve espacio de tiempo, un instante del
universo, para eternizarse ella, pasando de uno a otro ser. Después de que nos
haya usado, seguiremos siendo materia inerte, mientras ella prosigue su marcha,
abriéndose camino incluso entre parte de nuestros propios despojos, que
aprovecha para sembrarlos de otro tipo de vida, quién sabe si afligida con
mayor o menos dolor.
En esta noche
insomne, soy consciente de su juego de eterna errante y no sé muy bien si agradecerle
que me haya elegido para su persistencia, regalándome tantos momentos únicos y
también tantos dolores, o maldecirla por darme a probar esta existencia,
consciente y vital, teniendo la certeza de la brevedad de mi vida prestada. Entró
en mí llena de lozanía y me va destruyendo, poco a poco, hasta el momento que
salga por completo abandonándome totalmente destrozada, siendo un despojo.
En el silencio y la
quietud de esta noche, frente a una luna deslumbrante a la que no ha tocado,
siento un desamparo similar al que sentí en algún momento de mi infancia,
cuando en la montaña el sol se empezaba a retirar y el aire tenue, poco a poco,
se teñía de sombras. Me sentí desvalida e indefensa, desamparada a pesar de
estar con mi familia y otras personas. Miraba a mi padre, para mí la persona
más fuerte y autosuficiente del mundo, y sentía que él también estaba desvalido
en el desamparo que la Vida nos había puesto. Era una extraña sensación de
soledad universal que, por suerte, sólo me duraba unos instantes y olvidaba
pronto al emprender cualquier actividad. Un sentimiento que no llego a
comprender cómo se producía en una niña de pocos años. Quizá fuera la intuición
de lo que llegaría a saber, con certeza, al hacerse adulta.
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