En Benantes se vivían los primeros días del verano. Las calles quedaban casi desiertas en la hora de la siesta y el silencio se extendía por el pueblo, turbado sólo por las voces de algunos niños que, habiendo escapado del control de sus padres, retozaban y vociferaban jubilosos, corriendo de un lado a otro de la calle, bajo un sol tórrido. De vez en cuando una suave brisa bajaba de la montaña y se colaba entre las casas, arrastrando hojas secas o papelotes dejados en el suelo. Estas ocasionales bocanadas de aire provocaban momentos de cierto sosiego, de mínimas treguas al calor. Treguas innecesarias y desapercibidas por los chavales, totalmente absortos en sus correrías y aparentemente inmunes a los rigores estacionales.
No puede decirse que los gritos y el jolgorio infantiles molestaran a los vecinos por igual, Miguel se volteaba malhumorado sobre la cama, viendo que su escaso tiempo de descanso terminaba, sin conseguir el plácido silencio que le ayudara a recuperarse de la larga jornada mañanera. Ana, su esposa, mientras tanto, repasaba la ropa recién recogida del tendedero, con el apresto aún de la sequedad del sol, que ella trataba de dominar aplastándola con la palma de sus manos sobre la mesa, e inspeccionaba por si era necesario algún remiendo. Ana no solía descansar a esas horas y, en sus oídos, el ruido de la calle era apenas perceptible, ensimismada como estaba en sus propios pensamientos. Solamente Irene, una de las hijas del matrimonio, seguía con interés el ruido de los juegos callejeros. Escucharlos suponía para ella un alivio a la monotonía del tiempo muerto que era, cada tarde, la obligada e interminable siesta. Sus hermanas habían conseguido dormirse, pero ella esperaba impaciente la voz de su madre para saltar de la cama y salir al balcón a ver quién jugaba en la calle.
Como nada es eterno...
1 comentario:
Precioso relato, tan bien confeccionado que parece que no ha sido escrito, que siempre ha estado ahí, y como siempre ¡con sorpresa!
Gracias, porque leerlo no es un esfuerzo, es un regalo.
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