Una cancela desvencijada cierra ahora el camino que entonces conducía a mi casa. A cada una de
sus jambas se sujeta una valla de alambre, que circunda toda la zona. Recorro con algo de ansiedad la valla, con la esperanza de que algún fallo en su estructura me permita entrar, pero no es posible. Hasta donde la maleza me deja andar, el entramado de alambre es impenetrable. No puedo entrar. Desde donde estoy situada, puedo ver toda la zona tan familiar para mí. Estoy sobre una leve colina. Unos metros debajo de mí, en una pendiente suave, más allá de la valla metálica que me corta el paso, estuvo en su día el tejar: una casa, mitad taller y mitad vivienda para los tejeros, la alberca, el horno de leña y el pozo. Ya no queda nada. Ni siquiera algún montón de escombros que recuerde que allí vivió y trabajó alguien alguna vez, que allí hubo una casa. Unos metros más abajo, se extiende la pequeña pradera que separa o que une esta colina con la de enfrente, sobre la que aún se conserva la casa que, durante años, estuvo tan ligada a mi familia. No puedo verla al completo. Los árboles que hay delante sólo traslucen fragmentos blancos y varias ventanas. Algunos de esos árboles los sembró mi padre, cuando yo era una niña.
Ahora puedo verme a mí misma, a la edad de 6 ó 7 años. Estoy delante de mi casa, con voz en grito, con el megáfono de mis manos alrededor de la boca, llamando a la hija de los tejeros de turno, siempre en verano, el clima permitía tender al sol tejas y ladrillos, para secar antes de entrar al horno: -¡¡Luchi!!. Tras unos segundos, ella salía de la oscuridad de su puerta y, después de cambiar unas palabras conmigo, también gritando, emprendía la carrera hacia mi casa, por el camino que, a la derecha, rodea la pradera. Preferíamos los alrededores de mi casa para nuestros juegos, en la suya siempre estorbábamos en las faenas del tejar.
Años más tarde, otro verano, yo tendría unos 13 años, se instaló un nuevo matrimonio de tejeros. Les ayudaba Pedro, un muchacho que no llegaba a los 20. Ellos sustituyeron a los padres de Luchi en la labor de fabricar tejas y ladrillos, de una forma artesanal, como antes lo habían hecho ellos. Su maestría en el trabajo despertaba entonces mi curiosidad adolescente, por eso, con frecuencia, dejaba pasar el tiempo viéndoles trabajar. Yo aprovechaba la época de vacaciones escolares para estar con mis padres, después del verano tendría que separarme de nuevo de ellos. Esto fue así durante los años que mi padre estuvo destinado en aquella casa para el control de la explotación forestal. La tejera me dijo un día: “Pedro está prendado de tus ojos”. Yo lo acompañaba muchas veces mientras trabajaba. Seguía con interés la pericia con que llenaba el molde de barro y, después de alisarlo con cuidado en su rasante, lo deslizaba hábilmente hasta dejarlo caer sobre una superficie curva, así le daba la forma a las tejas. Mientras trabajaba, Pedro me contaba...
sus jambas se sujeta una valla de alambre, que circunda toda la zona. Recorro con algo de ansiedad la valla, con la esperanza de que algún fallo en su estructura me permita entrar, pero no es posible. Hasta donde la maleza me deja andar, el entramado de alambre es impenetrable. No puedo entrar. Desde donde estoy situada, puedo ver toda la zona tan familiar para mí. Estoy sobre una leve colina. Unos metros debajo de mí, en una pendiente suave, más allá de la valla metálica que me corta el paso, estuvo en su día el tejar: una casa, mitad taller y mitad vivienda para los tejeros, la alberca, el horno de leña y el pozo. Ya no queda nada. Ni siquiera algún montón de escombros que recuerde que allí vivió y trabajó alguien alguna vez, que allí hubo una casa. Unos metros más abajo, se extiende la pequeña pradera que separa o que une esta colina con la de enfrente, sobre la que aún se conserva la casa que, durante años, estuvo tan ligada a mi familia. No puedo verla al completo. Los árboles que hay delante sólo traslucen fragmentos blancos y varias ventanas. Algunos de esos árboles los sembró mi padre, cuando yo era una niña.
Ahora puedo verme a mí misma, a la edad de 6 ó 7 años. Estoy delante de mi casa, con voz en grito, con el megáfono de mis manos alrededor de la boca, llamando a la hija de los tejeros de turno, siempre en verano, el clima permitía tender al sol tejas y ladrillos, para secar antes de entrar al horno: -¡¡Luchi!!. Tras unos segundos, ella salía de la oscuridad de su puerta y, después de cambiar unas palabras conmigo, también gritando, emprendía la carrera hacia mi casa, por el camino que, a la derecha, rodea la pradera. Preferíamos los alrededores de mi casa para nuestros juegos, en la suya siempre estorbábamos en las faenas del tejar.
Años más tarde, otro verano, yo tendría unos 13 años, se instaló un nuevo matrimonio de tejeros. Les ayudaba Pedro, un muchacho que no llegaba a los 20. Ellos sustituyeron a los padres de Luchi en la labor de fabricar tejas y ladrillos, de una forma artesanal, como antes lo habían hecho ellos. Su maestría en el trabajo despertaba entonces mi curiosidad adolescente, por eso, con frecuencia, dejaba pasar el tiempo viéndoles trabajar. Yo aprovechaba la época de vacaciones escolares para estar con mis padres, después del verano tendría que separarme de nuevo de ellos. Esto fue así durante los años que mi padre estuvo destinado en aquella casa para el control de la explotación forestal. La tejera me dijo un día: “Pedro está prendado de tus ojos”. Yo lo acompañaba muchas veces mientras trabajaba. Seguía con interés la pericia con que llenaba el molde de barro y, después de alisarlo con cuidado en su rasante, lo deslizaba hábilmente hasta dejarlo caer sobre una superficie curva, así le daba la forma a las tejas. Mientras trabajaba, Pedro me contaba...
1 comentario:
buen trabajo, me gusta lo que haces, también a personas a las que les envié tu pagina les ha gustado.
un abrazo
mayte
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