Datos personales
- Mari Carmen
- Granada, Spain
- Nací en Cazorla (Jaén), el rincón más entrañable del mundo para mí, allí pasé mi infancia y primera adolescencia. Después en Madrid 16 años, ciudad generosa que acoge a todo el mundo, pero demasiado grande para mi alma rural. Por último en Granada ya más de 20 años, fue el paraíso encontrado después de salir del centro de Madrid. Licenciada en Historia Antigua, la enseñanza ha sido mi principal ocupación.
lunes, 7 de diciembre de 2009
EL FINAL DEL CAMINO
Los Dioses condenaron a Sísifo a empujar eternamente una roca hasta lo alto de una montaña, desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Pensaron, con cierta razón, que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.»
Albert Camus
La silueta de una pequeña cabaña se distingue aislada en el paisaje agreste y montañoso. A pesar de su modesto tamaño, el estratégico lugar en que fue construida, en un claro de pinos que corona la cima de la colina, la ha convertido en una parte indispensable del entorno. Es ya un elemento del paisaje, con el que cuenta la gente cuando mira de lejos las montañas. Una referencia para la orientación de caminantes. Al acercarte a ella, se van definiendo los troncos de madera que le dan forma, ya algo carcomidos por el paso del tiempo. La cabaña conserva toda su estructura aún intacta y se recorta perfecta en el horizonte, en los atardeceres arrebolados, cuando el sol se despide y empieza a entrar la penumbra en cañadas y barrancos.
Ningún cerrojo atranca la puerta de entrada, libre a merced del viento que la abre y cierra a su antojo. De vez en cuando, algún curioso se acerca a mirar y, cuando entra, puede comprobar que continúan allí los escasos muebles que tuvo en su día, algunas vasijas, algo de ropa... Todo cubierto de polvo y hojas secas. Nadie coge nada. Todo continúa intacto como lo dejó su dueño. Es un misterio el respeto que infunde...
viernes, 9 de octubre de 2009
Aquel día
Aquel día vi las montañas azules y azul el cielo, aunque de un tono distinto y oí una profunda respiración penetrándolo todo, como un latido interminable; las flores vibraban bajo gotas de sudor extendidas en sus pétalos. No sé si amanecía o el sol estaba en el ocaso; la luz era transparente y olía a vida. Anoté la fecha para seguir el itinerario de mi locura.
EL HILO DE LA VIDA
En Benantes se vivían los primeros días del verano. Las calles quedaban casi desiertas en la hora de la siesta y el silencio se extendía por el pueblo, turbado sólo por las voces de algunos niños que, habiendo escapado del control de sus padres, retozaban y vociferaban jubilosos, corriendo de un lado a otro de la calle, bajo un sol tórrido. De vez en cuando una suave brisa bajaba de la montaña y se colaba entre las casas, arrastrando hojas secas o papelotes dejados en el suelo. Estas ocasionales bocanadas de aire provocaban momentos de cierto sosiego, de mínimas treguas al calor. Treguas innecesarias y desapercibidas por los chavales, totalmente absortos en sus correrías y aparentemente inmunes a los rigores estacionales.
No puede decirse que los gritos y el jolgorio infantiles molestaran a los vecinos por igual, Miguel se volteaba malhumorado sobre la cama, viendo que su escaso tiempo de descanso terminaba, sin conseguir el plácido silencio que le ayudara a recuperarse de la larga jornada mañanera. Ana, su esposa, mientras tanto, repasaba la ropa recién recogida del tendedero, con el apresto aún de la sequedad del sol, que ella trataba de dominar aplastándola con la palma de sus manos sobre la mesa, e inspeccionaba por si era necesario algún remiendo. Ana no solía descansar a esas horas y, en sus oídos, el ruido de la calle era apenas perceptible, ensimismada como estaba en sus propios pensamientos. Solamente Irene, una de las hijas del matrimonio, seguía con interés el ruido de los juegos callejeros. Escucharlos suponía para ella un alivio a la monotonía del tiempo muerto que era, cada tarde, la obligada e interminable siesta. Sus hermanas habían conseguido dormirse, pero ella esperaba impaciente la voz de su madre para saltar de la cama y salir al balcón a ver quién jugaba en la calle.
Como nada es eterno...
EN VUELO
Mis temores desaparecen casi por completo cuando comprendo que no acabo en los límites físicos de mi ser.
No hace mucho tiempo que la vemos volar. Nos sobrevuela de un lado a otro extendiendo la larga envergadura de sus alas blancas. No habíamos visto antes un ave semejante. Planea y se nos acerca, como queriendo saludarnos, y remonta de nuevo el vuelo hasta desaparecer de nuestra vista, fundida con las nubes. Por las noches gusta de rebujarse entre las tupidas ramas de un pino laricio centenario, en la parte más elevada del collado. Juran que trae buena suerte pasar debajo de su vuelo. Debe ser verdad, porque hace tiempo que, por estos parajes, la gente vive feliz, reciben con júbilo el fruto que generosamente les da la tierra y ningún gran problema viene a perturbar la vida cotidiana. Las personas nacen y mueren dentro del ciclo de su destino y ambas cosas, la vida y la muerte, las viven en paz, agradeciendo que la vida las haya elegido para participar de su milagro.
Por estas mismas tierras, dejó de caminar María el mismo día que el ave empezó a sobrevolarlas. Hay quien dice que es su espíritu...
No hace mucho tiempo que la vemos volar. Nos sobrevuela de un lado a otro extendiendo la larga envergadura de sus alas blancas. No habíamos visto antes un ave semejante. Planea y se nos acerca, como queriendo saludarnos, y remonta de nuevo el vuelo hasta desaparecer de nuestra vista, fundida con las nubes. Por las noches gusta de rebujarse entre las tupidas ramas de un pino laricio centenario, en la parte más elevada del collado. Juran que trae buena suerte pasar debajo de su vuelo. Debe ser verdad, porque hace tiempo que, por estos parajes, la gente vive feliz, reciben con júbilo el fruto que generosamente les da la tierra y ningún gran problema viene a perturbar la vida cotidiana. Las personas nacen y mueren dentro del ciclo de su destino y ambas cosas, la vida y la muerte, las viven en paz, agradeciendo que la vida las haya elegido para participar de su milagro.
Por estas mismas tierras, dejó de caminar María el mismo día que el ave empezó a sobrevolarlas. Hay quien dice que es su espíritu...
martes, 9 de junio de 2009
Recuerdo
Recuerdo aquella mesa redonda cubierta de fieltro azul con ramitos de flores sobrepuestos y recuerdo mis libros sobre ella, mis escritos y el ruido de pisadas, sobre la acera, que me llegaban por la ventana, totalmente abierta, detrás de la cortina de encaje. Me desprendí, sin despedirme de aquella mesa paciente y entrañable y de aquella acera que traía hacia mí las más insospechadas pisadas. Hoy me duele la no despedida, me duele que no me doliera desprenderme entonces.
martes, 26 de mayo de 2009
ANA
La materia inerte se hace carne,
para poder maravillarse del milagro de la vida
“ A veces olvido que no hay Dios y me sorprendo rezando. Tal es la necesidad que tenemos de un ente superior que justifique nuestra existencia”. No es que ella no creyera en la existencia de Dios. En realidad solía decir que, en ese aspecto, no estaba segura de nada. Decididamente descartaba a un Dios personal, paternal y misericordioso, hecho a nuestra semejanza, castigando o premiando a unos u otros, según su comportamiento. “Si existe Dios, es un concepto tan superior, que sería indefinible, inexplicable, pero el hombre necesita tenerlo todo bajo control para estar tranquilo y, en esa necesidad, define a Dios de una forma simple y torpe, lo representa en imágenes, lo rebaja a la categoría humana y entonces lo adora. Adora a su propia obra, mientras desprecia y maltrata lo que se supone que es obra de Dios, la naturaleza entera. Así es nuestra especie”. Creía sobre todo en la fuerza de la vida, sin poder explicarse mucho su origen o su principio. El paso de los años le fue enseñando a dejarse llevar, confiada, por esta fuerza, cuando ya había agotado sus propias posibilidades de...
para poder maravillarse del milagro de la vida
“ A veces olvido que no hay Dios y me sorprendo rezando. Tal es la necesidad que tenemos de un ente superior que justifique nuestra existencia”. No es que ella no creyera en la existencia de Dios. En realidad solía decir que, en ese aspecto, no estaba segura de nada. Decididamente descartaba a un Dios personal, paternal y misericordioso, hecho a nuestra semejanza, castigando o premiando a unos u otros, según su comportamiento. “Si existe Dios, es un concepto tan superior, que sería indefinible, inexplicable, pero el hombre necesita tenerlo todo bajo control para estar tranquilo y, en esa necesidad, define a Dios de una forma simple y torpe, lo representa en imágenes, lo rebaja a la categoría humana y entonces lo adora. Adora a su propia obra, mientras desprecia y maltrata lo que se supone que es obra de Dios, la naturaleza entera. Así es nuestra especie”. Creía sobre todo en la fuerza de la vida, sin poder explicarse mucho su origen o su principio. El paso de los años le fue enseñando a dejarse llevar, confiada, por esta fuerza, cuando ya había agotado sus propias posibilidades de...
ESTÍO
Una cancela desvencijada cierra ahora el camino que entonces conducía a mi casa. A cada una de
sus jambas se sujeta una valla de alambre, que circunda toda la zona. Recorro con algo de ansiedad la valla, con la esperanza de que algún fallo en su estructura me permita entrar, pero no es posible. Hasta donde la maleza me deja andar, el entramado de alambre es impenetrable. No puedo entrar. Desde donde estoy situada, puedo ver toda la zona tan familiar para mí. Estoy sobre una leve colina. Unos metros debajo de mí, en una pendiente suave, más allá de la valla metálica que me corta el paso, estuvo en su día el tejar: una casa, mitad taller y mitad vivienda para los tejeros, la alberca, el horno de leña y el pozo. Ya no queda nada. Ni siquiera algún montón de escombros que recuerde que allí vivió y trabajó alguien alguna vez, que allí hubo una casa. Unos metros más abajo, se extiende la pequeña pradera que separa o que une esta colina con la de enfrente, sobre la que aún se conserva la casa que, durante años, estuvo tan ligada a mi familia. No puedo verla al completo. Los árboles que hay delante sólo traslucen fragmentos blancos y varias ventanas. Algunos de esos árboles los sembró mi padre, cuando yo era una niña.
Ahora puedo verme a mí misma, a la edad de 6 ó 7 años. Estoy delante de mi casa, con voz en grito, con el megáfono de mis manos alrededor de la boca, llamando a la hija de los tejeros de turno, siempre en verano, el clima permitía tender al sol tejas y ladrillos, para secar antes de entrar al horno: -¡¡Luchi!!. Tras unos segundos, ella salía de la oscuridad de su puerta y, después de cambiar unas palabras conmigo, también gritando, emprendía la carrera hacia mi casa, por el camino que, a la derecha, rodea la pradera. Preferíamos los alrededores de mi casa para nuestros juegos, en la suya siempre estorbábamos en las faenas del tejar.
Años más tarde, otro verano, yo tendría unos 13 años, se instaló un nuevo matrimonio de tejeros. Les ayudaba Pedro, un muchacho que no llegaba a los 20. Ellos sustituyeron a los padres de Luchi en la labor de fabricar tejas y ladrillos, de una forma artesanal, como antes lo habían hecho ellos. Su maestría en el trabajo despertaba entonces mi curiosidad adolescente, por eso, con frecuencia, dejaba pasar el tiempo viéndoles trabajar. Yo aprovechaba la época de vacaciones escolares para estar con mis padres, después del verano tendría que separarme de nuevo de ellos. Esto fue así durante los años que mi padre estuvo destinado en aquella casa para el control de la explotación forestal. La tejera me dijo un día: “Pedro está prendado de tus ojos”. Yo lo acompañaba muchas veces mientras trabajaba. Seguía con interés la pericia con que llenaba el molde de barro y, después de alisarlo con cuidado en su rasante, lo deslizaba hábilmente hasta dejarlo caer sobre una superficie curva, así le daba la forma a las tejas. Mientras trabajaba, Pedro me contaba...
sus jambas se sujeta una valla de alambre, que circunda toda la zona. Recorro con algo de ansiedad la valla, con la esperanza de que algún fallo en su estructura me permita entrar, pero no es posible. Hasta donde la maleza me deja andar, el entramado de alambre es impenetrable. No puedo entrar. Desde donde estoy situada, puedo ver toda la zona tan familiar para mí. Estoy sobre una leve colina. Unos metros debajo de mí, en una pendiente suave, más allá de la valla metálica que me corta el paso, estuvo en su día el tejar: una casa, mitad taller y mitad vivienda para los tejeros, la alberca, el horno de leña y el pozo. Ya no queda nada. Ni siquiera algún montón de escombros que recuerde que allí vivió y trabajó alguien alguna vez, que allí hubo una casa. Unos metros más abajo, se extiende la pequeña pradera que separa o que une esta colina con la de enfrente, sobre la que aún se conserva la casa que, durante años, estuvo tan ligada a mi familia. No puedo verla al completo. Los árboles que hay delante sólo traslucen fragmentos blancos y varias ventanas. Algunos de esos árboles los sembró mi padre, cuando yo era una niña.
Ahora puedo verme a mí misma, a la edad de 6 ó 7 años. Estoy delante de mi casa, con voz en grito, con el megáfono de mis manos alrededor de la boca, llamando a la hija de los tejeros de turno, siempre en verano, el clima permitía tender al sol tejas y ladrillos, para secar antes de entrar al horno: -¡¡Luchi!!. Tras unos segundos, ella salía de la oscuridad de su puerta y, después de cambiar unas palabras conmigo, también gritando, emprendía la carrera hacia mi casa, por el camino que, a la derecha, rodea la pradera. Preferíamos los alrededores de mi casa para nuestros juegos, en la suya siempre estorbábamos en las faenas del tejar.
Años más tarde, otro verano, yo tendría unos 13 años, se instaló un nuevo matrimonio de tejeros. Les ayudaba Pedro, un muchacho que no llegaba a los 20. Ellos sustituyeron a los padres de Luchi en la labor de fabricar tejas y ladrillos, de una forma artesanal, como antes lo habían hecho ellos. Su maestría en el trabajo despertaba entonces mi curiosidad adolescente, por eso, con frecuencia, dejaba pasar el tiempo viéndoles trabajar. Yo aprovechaba la época de vacaciones escolares para estar con mis padres, después del verano tendría que separarme de nuevo de ellos. Esto fue así durante los años que mi padre estuvo destinado en aquella casa para el control de la explotación forestal. La tejera me dijo un día: “Pedro está prendado de tus ojos”. Yo lo acompañaba muchas veces mientras trabajaba. Seguía con interés la pericia con que llenaba el molde de barro y, después de alisarlo con cuidado en su rasante, lo deslizaba hábilmente hasta dejarlo caer sobre una superficie curva, así le daba la forma a las tejas. Mientras trabajaba, Pedro me contaba...
EN MÍ
Por qué este lugar, tan entrañable siempre, ahora, a mi regreso, carece de vida por completo. La apariencia que ofrece es absolutamente la misma que ha tenido siempre en mi recuerdo, sin embargo nuestro reencuentro es distinto a como lo había esperado y planeado desde hace tanto tiempo.
Estoy aquí, como una ofrenda incondicional, dispuesta a confundirme con todo el entorno, como tantas otras veces, sintiéndome parte integrante de este lugar, molécula hermana de las que configuran todo lo que existe. Los árboles, la justa brisa que los mueve produciendo ese murmullo indescriptible que, desde la infancia, me sugería una especie de oleaje marino. Las casas humildes y las ostentosas. Cada grano de mineral que contribuye a formar el suelo en sus desiguales relieves, tenazmente, hasta perderse en el horizonte. Me confundo con todo lo que existe, contribuyo a que exista, pero hoy no siento nada. Trato de estimular la imaginación, volviendo a actualizar todos mis proyectos, recordando el empuje que producían en mí. Lo recuerdo, pero no lo siento. Qué distinto es saber a sentir. Pretender administrar las propias sensaciones o sentires es una empresa inútil. En este momento, mientras espero, únicamente tengo la sensación de la existencia. Soy sólo eso, existencia. Siento profundamente la placidez del abandono, nada más. Me desplazo unos metros. No debo alejarme mucho de la parada del autobús. Bajo mis pies crujen lentamente los matojos secos de la orilla. Hay un olor cálido y reseco que lo envuelve todo. Respiro con lentitud y me lleno de él por completo mientras sigo desplazándome, en una y otra dirección, alternativamente.
De pronto una leve brisa se desploma...
Estoy aquí, como una ofrenda incondicional, dispuesta a confundirme con todo el entorno, como tantas otras veces, sintiéndome parte integrante de este lugar, molécula hermana de las que configuran todo lo que existe. Los árboles, la justa brisa que los mueve produciendo ese murmullo indescriptible que, desde la infancia, me sugería una especie de oleaje marino. Las casas humildes y las ostentosas. Cada grano de mineral que contribuye a formar el suelo en sus desiguales relieves, tenazmente, hasta perderse en el horizonte. Me confundo con todo lo que existe, contribuyo a que exista, pero hoy no siento nada. Trato de estimular la imaginación, volviendo a actualizar todos mis proyectos, recordando el empuje que producían en mí. Lo recuerdo, pero no lo siento. Qué distinto es saber a sentir. Pretender administrar las propias sensaciones o sentires es una empresa inútil. En este momento, mientras espero, únicamente tengo la sensación de la existencia. Soy sólo eso, existencia. Siento profundamente la placidez del abandono, nada más. Me desplazo unos metros. No debo alejarme mucho de la parada del autobús. Bajo mis pies crujen lentamente los matojos secos de la orilla. Hay un olor cálido y reseco que lo envuelve todo. Respiro con lentitud y me lleno de él por completo mientras sigo desplazándome, en una y otra dirección, alternativamente.
De pronto una leve brisa se desploma...
viernes, 15 de mayo de 2009
MADRE
La habitación, invadida por la penumbra de la tarde, no es muy grande. Dos mujeres se mueven de acá para allá, con rostros sombríos y pasos ágiles y silenciosos, disponiéndolo todo, otras, mudas y entristecidas, contemplan la escena. Sobre la cama de matrimonio, yace el cuerpo aún cálido de Dolores. Es muy joven para morir. Sólo tiene 29 años. 29 años y seis hijos. Las mujeres buscan, en el cajón de la cómoda, alguna ropa que ponerle, todo está limpio y perfectamente doblado. Huele a ropa planchada.
-¡Qué apañada era! -comenta alguien -Mira cómo lo tiene todo.
De la habitación contigua llega la voz infantil y temblorosa de una de las hijas más pequeñas.
-¡Mama!.
El padre se apresura a responder.
-Ya voy.
-No, tú no, ¡igo mama!.
Las mujeres, estremecidas, enjugan sus ojos.
-¡Pobre niña!, ¡pobres angelitos! Con lo que necesitan a su madre.
La abuela de los niños levanta las manos implorantes al cielo y, entre lágrimas, clama:
-¿Por qué no me has llevado a mí, Señor?. Ella hace mucha falta.
Alguien exclama de pronto haciendo callar todos los susurros:
–¡Mira, se le mueve en vientre!. Dios mío...
-¡Qué apañada era! -comenta alguien -Mira cómo lo tiene todo.
De la habitación contigua llega la voz infantil y temblorosa de una de las hijas más pequeñas.
-¡Mama!.
El padre se apresura a responder.
-Ya voy.
-No, tú no, ¡igo mama!.
Las mujeres, estremecidas, enjugan sus ojos.
-¡Pobre niña!, ¡pobres angelitos! Con lo que necesitan a su madre.
La abuela de los niños levanta las manos implorantes al cielo y, entre lágrimas, clama:
-¿Por qué no me has llevado a mí, Señor?. Ella hace mucha falta.
Alguien exclama de pronto haciendo callar todos los susurros:
–¡Mira, se le mueve en vientre!. Dios mío...
LA CRUZ DE LA MALA MUJER
Llega a su fin un día de primavera, que ha prodigado amplia jornada de luz para el trabajo. Los sonidos vespertinos de la serranía retumban por cañadas y barrancos, mientras los rayos inclinados del sol dejan en penumbra todo el valle. Juan calcula el tiempo de luz que aún le queda para avanzar camino. Ha comprobado que no tendrá más remedio que pasar la noche al descubierto. Está lejos de cualquier sitio. La recua de mulos avanza a un ritmo pesado, después del duro trabajo del día. Los animales necesitan agua. Hace un recorrido mental por los veneros más próximos y elige el que menos desvía su camino. Trata de estimular el paso de las bestias, quiere llegar antes de que anochezca, pero los animales vuelven a su cansina marcha, en cuanto el hombre deja de arrearlos. La impaciencia se va haciendo grande. Las tinieblas abanzan...
EN EL BOSQUE DE PINOS
“El sol se refleja voluntarioso en las fachadas del otro lado de la calle, ofrece toda la luz y calor posible en esta época del año. Son las primeras horas de la mañana y mi habitación permanece en sombra, me niega los cálidos rayos que mi cuerpo tanto necesita. El sol de la ciudad brilla menos, amortiguado por un aire manchado que le resta esplendor. Sus rayos se abren paso, con dificultad, entre las calles, para calentarlas apenas. Hace frío. Un frío sucio, sintético y artificial, un frío de soledad impuesto por esta forma de vivir algo sombría. Tengo que hacer algo. La vida a veces da y a veces niega. Sin duda habrá aquí un camino para mí”.
La habitación que ocupa está en un orden sorprendente para ser de un hombre. Los colores del edredón en la cama atenuados por el tiempo. Algunos recuerdos personales, fotos, un par de libros, un fósil, las llaves, todo en la estrecha estantería que trepa aprovechando el exiguo espacio junto a la ventana, el cartel con el mapa de España pegado a la pared. “Aprende a localizar el punto donde te encuentras”. Siempre respetó los consejos que recibía...
La habitación que ocupa está en un orden sorprendente para ser de un hombre. Los colores del edredón en la cama atenuados por el tiempo. Algunos recuerdos personales, fotos, un par de libros, un fósil, las llaves, todo en la estrecha estantería que trepa aprovechando el exiguo espacio junto a la ventana, el cartel con el mapa de España pegado a la pared. “Aprende a localizar el punto donde te encuentras”. Siempre respetó los consejos que recibía...
lunes, 11 de mayo de 2009
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